Debido a la reciente edición de la historieta “Roma, la Loba” del Poeta Enrique Lihn, hemos rescatado de nuestros archivos, este interesante artículo escrito por Udo Jacobsen en Enero de 2001, sobre la relación entre la literatura y la narrativa gráfica.
POR UDO JACOBSEN
Cuando me dispuse a escribir algunas páginas sobre las relaciones entre el cómic y la literatura me vinieron a la mente un sinnúmero de reflexiones que han aparecido frecuentemente en mi actividad como docente. Se trata de un tema que en más de una ocasión ha ocupado mis neuronas. Pero una vez puesto ante el abismo blanco empezó a inundarme la angustia de intentar ordenar y formalizar lo que habían sido mis pensamientos al vuelo. Decidido a no naufragar en ese mare magnum donde se encuentran las aguas de los lenguajes busqué desesperadamente mis tablas de salvación. Es así como mis ojos trataron de atisbar entre los títulos de mi biblioteca algunos trabajos que de alguna manera me sugerían alguna relación con el problema. Mi mesa comenzó a llenarse con historietas de la más diversa índole.
Junto a Roma, la loba de Enrique Lihn se encontraba La raíz del ombú de Cortázar y Cedrón. Un poco más allá, al lado de algunos pinceles, Los cuentos de Maupassant por Dino Battaglia descansaban sobre Ordinaria Locura por Mattias Schultheiss sobre cuentos de Bukowski y Valentina con botas de Guido Crepax. Otro montón que comprendía obras de Hugo Pratt, Alberto Breccia, Grant Morrison y Dave MacKean ocultaban bajo su sombra al Batman de Frank Miller y algunas adaptaciones baratas de los clásicos de la aventura como Tarzán de los monos y El hombre invisible. Agazapados en un rincón, como temiendo ser vistos, algunos de mis propios trabajos sobre obras de Leonora Carrington y Antonin Artaud.
En fin, qué hacer con tantos referentes (sin contar con los que deliberadamente había dejado en los anaqueles para no redundar. Me puse a leer intentando encontrar alguna oculta clave que delatara por sí misma una guía sobre la cual caminar. Nada, sólo algunas pistas. Me encontraba frente a obras que podía separar en algunos casilleros y que podía a su vez dividir en otros tantos. Por un lado, el cajón de los escritores que habían realizado historietas (a los presentes podría agregar a Dashiell Hammett y su Agente secreto X-9 dibujado por Alex Raymond). Y podía subdividirlo rápidamente entre aquellos que sólo realizaron el guión y otros que también lo dibujaron.
El primero que apareció, ya sea por chauvinismo, por sugerencia o por casualidad, fue Enrique Lihn. Al abrir sus páginas no pude evitar recordar el terrible dolor de cabeza que me evocó su lectura. Es un cómic difícil de leer, no sólo por la compleja estructura de líneas de acción y lenguaje a veces críptico para el neófito, sino por la caótica disposición del texto escrito en los globos y el estilo de dibujo que muchas veces recuerda garabateos de cuaderno escolar. Vino a mi memoria también esa impresión de invasor que sentí cuando vi los originales expuestos en el Primer Salón del Cómic y la Ilustración de Valparaíso el año 1992. Se trataba para mí, en ese momento, de alguien que provenía de otro ámbito y que, cubierto por su fama de escritor, pretendía imponerse sobre el resto que conocía este arte desde el momento en que aprendió a leer. Pero cuando vi los dibujos y las páginas, me di cuenta de que Lihn sabía más o menos bien lo que estaba haciendo. Sentí en ese momento la lástima de haberlo perdido y me puse a reflexionar sobre la reacción de la mayoría de los dibujantes, casi todos jóvenes, que allí se encontraban. La mayoría condenaba la ilegibilidad visual con que se proponía la obra; sin embargo muchos de ellos eran admiradores del underground norteamericano de los años sesenta y setenta, que para mí constituyen la base histórica desde el cómic sobre la cual se funda la visualidad de Roma, la loba. Otros despreciaban o desconfiaban del contenido de la obra (que debo reconocer que para mí resulta a veces misterioso) puesto que creían ver demasiadas claves personales. Creo que ese es uno de los detalles que ahora me hacen pensar más sobre el problema de abordar desde la literatura un cómic.
El cómic es un lenguaje sometido, como el cine o la fotonovela, a las exigencias comerciales de las grandes y pequeñas empresas. Toda su historia se ha debatido entre ser un arte y un medio de comunicación, una artesanía y un medio de reproducción mecánica masiva. Las costumbres dictan los cánones y en el caso de los cómics es el consumo de productos sintéticos predigeridos el que dicta la rentabilidad con la que se mide normalmente, de manera errónea, la “calidad” de un cómic. Por supuesto que hay experiencias de otro tipo, de un cómic adulto y de profundo contenido, un cómic que respeta a sus lectores proponiéndoles desafíos inteligentes desde el punto de vista de formal. Pero lo que llama la atención es que ese cómic se produce justamente en aquellos países que ya se encuentran plagados de producciones que promueven la imbecilidad y enajenación de sus lectores. Países que cuentan con legiones de borregos que consumen casi con descuido cualquier porquería que le pongan por delante, sin siquiera preguntarse el por qué lo están leyendo. Bueno, es ahí mismo donde podemos encontrar estas verdaderas obras de arte. Es ese el momento en que normalmente la industria se permite imprimir cómics de calidad para aquellos pocos (cuyo número no es despreciable) que disfrutan con historias originales, bien contadas y hermosamente dibujadas (aunque se trate de estilos feístas).
De lo que no se habían dado cuenta los historietistas que habían sospechado de Lihn, es que él hacía exactamente lo mismo que ellos habían hecho durante los tiempos subterráneos de la dictadura. La diferencia estaba en que él tenía plena conciencia de autor, cuando casi todos nosotros nos debatíamos entre nuestras aspiraciones personales y la necesidad de vender. El problema planteado para los historietistas era, en ese entonces (y sigue siéndolo, por desgracia), el compatibilizar una creación inteligente con una estrategia comercial que permitiera abrir una vía rentable. En lo personal, pienso que el problema ha sido hasta el momento mal enfocado, puesto que muchos autores han tenido una actitud beligerante hacia la cultura (y por esto entiendo que se trata de un problema de inscripción en nuestra historia cultural). Lihn no se planteaba esos problemas y por eso no caía en “errores” desde el punto de vista de la creación. Su cómic inconcluso es perfectamente coherente con sus propuestas autoriales. Tiene el interés de ser una obra personal y que propone interesantes caminos narrativos. Es desde ese terreno desde donde se puede criticar la obra y no desde parámetros industriales inexistentes en nuestro país. A mi parecer, los mayores problemas en el cómic de Lihn se plantean a nivel de códigos específicos de este lenguaje.
No resulta casual que la edición de Roma, la loba se encuentre pareada con un encuentro que Alejandro Jodorowsky tuvo hace algunos años con profesionales nacionales de la historieta en Santiago. No se trata sólo del hecho de colocar juntos a viejos amigos, sino a dos escritores que se han preocupado del cómic. La diferencia está, por supuesto, en que Jodorowski es ya un guionista relevante en la historia del cómic y tiene una actividad permanente y con su propia especificidad en este campo.
Otro de los hechos que me vino a la cabeza cuando empecé a releer Roma, la loba fue que cuando leí La raíz del ombú de Julio Cortázar, ilustrada por el uruguayo Cedrón, no tuve las mismas aprensiones que para con el cómic de Lihn. No sé exactamente a qué se deba, pero intuyo que en ello influye el hecho de que al escritor argentino lo conozco más, se encuentra entre mis favoritos y ya había leído en su Nicaragua tan violentamente dulce sus opiniones favorables en torno al cómic. Estaba predispuesto por muchas razones para que ese cómic me gustara. Por otro lado, se trata de un estilo gráfico que me atrae más, realizado con técnicas mixtas y collages. Pero, enfrentado nuevamente al texto de Cortázar, me doy cuenta de que el camino que recorrió fue más seguro y que, en el ámbito de la historieta argentina, resulta indudablemente menos interesante que las producciones de sus connacionales. En este sentido es que una vez más me atrae, aunque no me convenza por completo, la obra de Lihn.
Una muestra de la puesta en página de Lihn.
De todas maneras, enfrentado a estas dos obras y con el antecedente del trabajo de Dashiell Hammett, me doy cuenta de que la incursión de un escritor en el mundo del cómic, como la de los pintores, está fuertemente marcada por sus propias marcas autorales y que puede contribuir a este lenguaje desde su propia pertinencia. Esto porque el cómic es un arte de la narración, como lo es de la imagen, pero sobre todo un arte de la narración por medio de imágenes y palabras.
Al principio no había reparado en que mi punto de vista estaba centrado fundamentalmente en el problema de la literatura que entra a la historieta y no al revés. No se me había ocurrido, por ejemplo, buscar textos escritos de historietistas. Recordé un par de nombres y me levanté de mi asiento para consultar lo que tenía en mis repisas. Apareció casi inmediatamente ante mis ojos El baile de las locas de Copi. Éste era un r ealizador de cómics humorísticos de particulares cualidades, situado más bien en el sarcasmo dibujado. Estas son también las características de ésta, una de sus novelas, que, como sus historietas, se encuentra cubierta por un manto negro, casi necrófilo, de divagaciones sobre la cuestión sexual en la sociedad actual. El autor podría pasar, sin mayores cuestionamientos, a engrosar cualquier antología del humor negro. Pero sus características formales en la narración gráfica invaden también algo de su escritura. Uno de los principales rasgos estilísticos de Copi es su minimalismo espacial y gestual, que sitúa a sus personajes (casi nunca más de tres y en la misma posición) en el contexto despojado de la página blanca. Es, además, uno de los pocos dibujantes que utiliza los tiempos muertos en el cómic (de esto voy a hablar más adelante)
Al principio no había reparado en que mi punto de vista estaba centrado fundamentalmente en el problema de la literatura que entra a la historieta y no al revés. No se me había ocurrido, por ejemplo, buscar textos escritos de historietistas. Recordé un par de nombres y me levanté de mi asiento para consultar lo que tenía en mis repisas. Apareció casi inmediatamente ante mis ojos El baile de las locas de Copi. Éste era un r ealizador de cómics humorísticos de particulares cualidades, situado más bien en el sarcasmo dibujado. Estas son también las características de ésta, una de sus novelas, que, como sus historietas, se encuentra cubierta por un manto negro, casi necrófilo, de divagaciones sobre la cuestión sexual en la sociedad actual. El autor podría pasar, sin mayores cuestionamientos, a engrosar cualquier antología del humor negro. Pero sus características formales en la narración gráfica invaden también algo de su escritura. Uno de los principales rasgos estilísticos de Copi es su minimalismo espacial y gestual, que sitúa a sus personajes (casi nunca más de tres y en la misma posición) en el contexto despojado de la página blanca. Es, además, uno de los pocos dibujantes que utiliza los tiempos muertos en el cómic (de esto voy a hablar más adelante).
Perramus de Breccia y Sasturain.
Junto a él me apareció otro nombre: Juan Sasturain, escritor, guionista y, por un tiempo, director de la desaparecida revista argentina Fierro, que cualquier entendido en el tema no dudará en colocarla como una de las más importantes de la historia de la historieta argentina y latinoamericana. Escritor de extraordinarios cuentos, Sasturain fue también el guionista de uno de los más impresionantes cómics que haya visto: Perramus, dibujado por el maestro Alberto Breccia. Se trata de una historia que cuenta los avatares de un hombre que olvida su pasado por la vergüenza de haber traicionado a sus compañeros. Inicia entonces un viaje de recuperación caminando junto a Borges por las vigiladas calles de Santa María. Un cómic que le rinde homenaje a la tradición literaria latinoamericana, a sus universos fantásticos que mezclan extrañas visiones místicas con la realidad de las tiranías y el egoísmo de las oligarquías. Poesía visual la de un Breccia que comprendía muy bien que el dibujo es algo distinto y complementario al texto escrito y que en conjun to forman el todo. Decía el “viejo” que lo que hace un buen dibujo no es el estilo, sino el concepto. Dueño probado de los ambientes más siniestros e inquietantes que haya visto jamás, Alberto Breccia me sirve para iniciar un nuevo casillero; el de las adaptaciones realizadas en cómics de obras literarias. Lo digo por la abundancia de este tipo de producción en su “historietografía”. Los mitos de Ctulhu (Lovecraft), La gallina degollada (Quiroga), La garra del mono (Jacobs), Donde suben y bajan las mareas (Dunsanny), El corazón delator (Poe) e Informe sobre ciegos (Sábato), son las adaptaciones “serias” que podría ahora mencionar. Breccia, cuando se enfrentó a estas múltiples y diversas obras, se habrá preguntado seguramente cómo podría extraer de ellas lo que las hacía de alguna manera atractivas. Tomó frecuentemente diversos caminos para solucionar los variados desafíos.
Si observamos el contenido de El corazón delator, nos damos cuenta de que uno de los temas principales es la espera. Pero se trata de una espera angustiada y penosa, obsesivamente repetitiva en su gestos y sus actos. Breccia tradujo esa ansiedad mediante mínimas variaciones y constantes repeticiones de imágenes en alto contraste. La atmósfera no está aquí visualizada por medios objetuales, sino más bien reflejada a través de la misma estructura de la historieta. Un ejemplo elocuente de lo que para Breccia significaba un desafío, lo constituye la recopilación de cuentos de H. P. Lovecraft, Los mitos de Ctulhu. Cualquiera que haya leído los cuentos entiende que esas imágenes inimaginables, sugeridas por Lovecraft o sus discípulos, son prácticamente imposibles de plasmar en medios visuales. Según mi opinión, y la de muchos lectores del maestro del horror, Alberto Breccia logró lo imposible.
El Corazón delator en versión de Alberto Breccia.
Uno de los principales escollos que debe enfrentar un dibujante de historietas al adaptar una obra literaria, es la de conservarlos elementos que la hacen atractiva sin caer en la mera ilustración o la redundancia excesiva respecto de las citas del texto original. La empresa es delicada porque se trata no sólo de visualizar adecuadamente lo descrito en palabras, sino que integrar las emociones y sensaciones que el estilo del autor propone. Para el viejo Breccia el desafío era enorme, porque las descripciones de Lovecraft son de seres y geografías indescriptibles. Es el temor puro lo que invade la mente del lector cuando lee los cuentos. El dibujante se dejó llevar aquí por sus propias emociones y buscó en las formas indefinidas de collages, monocopias y pinceladas los iconemas del horror. Quizás nadie haya plasmado como Breccia en imágenes un terror tan puramente literario.
No quiero que a estas alturas de los elogios a mis favoritos, el lector piense que los dibujos tienen cierta predominancia sobre la escritura en el cómic. Lo digo porque lo más frecuente es pensar que el cómic es antes que nada un arte de la imagen lisa y llanamente. Resulta obvio que se trata de una equivocación, puesto que no estaríamos hablando entonces de este diálogo entre la literatura y él cómic. Se me podría objetar entonces que no se trata más que de una excusa, que los cómics pueden visualizar cualquier cosa: una crónica, un hecho histórico, un hecho cotidiano, una acción mínima, un montón de ideas sueltas… Es cierto, el cómic puede hacerlo, como puede hacerlo el cine o el teatro, y es en eso justamente donde se encuentra el mayor punto de encuentro entre el cómic y la literatura, y en donde el primero se encuentra como deudor histórico del segundo. En ambos se trata de narrar (o anti-narrar o dis-narrar o a-narrar o no-narrar). Cada cual tiene sus propios medios y cuenta con casi infinitos recursos para lograrlo.
El hecho de que existan adaptaciones no es más que una muestra de que ambos lenguajes corren por caminos aledaños y que, muy frecuentemente, se observan mutuamente. Si tomamos al cine como un lenguaje que comparte también características con los que aquí nos preocupan, podremos darnos cuenta de que, desde el punto de vista de las estructuras temporales, se encuentra con ciertos problemas que lo definen en buena parte. En efecto, el cine se ve conminado a presentar el tiempo en términos reales (salvo que recurra a procedimientos técnicos de dilatación o condensación) y recurrir a elipsis por medio del corte o el fundido para avanzar en la narración. En ocasiones, esta imposición material se ha transformado en centro de muchos filmes: La Soga de Alfred Hitchcock, Empire de Andy Warhol o A la hora señalada de Fred Zinnemann. Estas son las experiencias imposibles en el caso de la literatura o del cómic.
Nunca podría, mediante las palabras, traducir de modo idéntico el tiempo de la realidad. Apenas aproximarme mediante la sugerencia. El caso del cómic es similar. La imagen estática me impide reproducir fidedignamente el flujo temporal del reloj. Es por esta razón que los cómics recurren a la organización eminentemente elíptica de la secuencia de pictogramas y a los procedimientos de asincronismo entre los gestos de los personajes y sus elocuciones al interior de los cuadros. Mientras que el cómic se plantea desde la máxima economía del relato impuesta por las características del medio, la literatura puede sumirse en la más permanente suspensión del tiempo, pero en ambos casos será el lector el que disponga de la duración textual de la obra. En el caso del cine es el propio texto el que impone el tiempo al espectador. Cualidad democrática de nuestros medios, podríamos decir.
Los juegos temporales son más frecuentes en la literatura que en el cómic y esto se debe quizás al hecho de que el cómic no ha llegado aún a una madurez generalizada. Porque como ya lo he mencionado, la mayor parte de la producción se encuentra sumida en la más idiota dinámica de la producción en serie. Aun así, los casos de autores maduros y con plena conciencia de as posibilidades y los límites reales del medio empujan a este joven arte hacía adelante. Ya hemos mencionado a Breccia, por su extraordinaria capacidad para llevar a escena atmósferas y personajes imposibles y realizar experiencias de transcripción temporal interesantes. Como él, Copi también jugó con las posibilidades del tiempo al dejar a sus personajes congelados por varios “segundos” sobre la página. Los tiempos muertos de Las viejas putas de Copi no causan tedio sino risa. [Podría jugar con las palabras: la historieta de los tiempos muertos. Dejemos que las palabras cobren sentidos en sus cabezas]. Se trata en ambos casos de autores argentinos, aunque el segundo haya hecho su carrera en Francia, y es por esto que voy a tratar de desviarme en el mapa para buscar más al norte otros referentes.
En la actualidad, podría asegurar que mis intereses me han llevado de vuelta a las producciones anglosajonas. Ya no me llama demasiado la atención la producción europea, salvo algunas excepciones, como la de F. De Felipe y Oscaraibar, especialmente en los antiguos países de avanzada, como Francia, Italia y España. Sólo algunos nombres para recordar autores que me impresionaron por las cualidades de sus estilos gráfico y narrativo: Guido Crepax, Hugo Pratt, Phillipe Druillet, Jean Giraud, Enric Sió, Boucq, Fred, El Cubri, Josep Ma. Beá y algunos otros. Hoy por hoy es justamente la vilipendiada industria de los superhéroes la que nos está entregando verdaderas innovaciones a todo nivel en el mundo del cómic.
El estilo impuesto por Frank Miller a partir de su serie limitada Ronin, editada por DC Comics, ha significado, en la práctica, que las historietas estadounidenses se sitúen a la vanguardia. Pero fue justamente un superhéroe el que cambió la cara de la industria y del arte: Batman, el retorno del caballero de la noche de Miller. Por primera vez en mucho tiempo, cuando leí este cómic hace algunos años, me sorprendí del partido que se le podía sacar a las palabras. Porque no se trataba de los usos tradicionales de la palabra, a veces tan cercanos a las tradiciones literarias, sino del traspaso del procedimiento de las elipsis de la estructura secuencial del cómic al texto escrito. Me di cuenta en ese momento que la palabra había perdido todo sentido conductor y se había vuelto tan sugerente y a veces enigmática como la imagen. De hecho, el uso de este procedimiento reforzaba en la historia el carácter paranoico del personaje y transformaba la lectura misma en una especie de sesión psicoterapéutica, de la cual no se sabe muy bien si se va a volver a salir cuerdo o definitivamente demente.
Una página del Batman de Frank Miller.
Un recurso similar es el que en ese mismo tiempo utilizó el guionista inglés Alan Moore para Watchmen dibujado por Dave Gibbons. Sólo que en esta ocasión se cruzan, a través del texto en off, los pensamientos de varios personajes y de otras historias metadiegéticas. Lo que han hecho estos autores no es sólo arrebatarle al tradicional globo la función de visualizar las locuciones y los pensamientos de los personajes, sino también asignarle a la voz del personaje funciones de producción de sentido completamente nuevas, por medio de su reubicación en los ladrillos de texto originalmente reservados a un narrador en tercera persona. Lo que por supuesto resulta curioso, es que esta renovación se haya dado en el universo diegético de uno de los géneros más reaccionarios de la historia del cómic y por culpa del cual el medio ha debido soportar más de una diatriba recriminándolo por crímenes ideológicos (cuestión que en lo personal me parece a veces exagerada, tendenciosa e indocumentada). Es justamente en el cómic de superhéroes donde preferentemente se impone la lógica comercial por sobre la artística.
A pesar de lo sorprendente que resulta, lo cierto es que existen en la actualidad obras de autores estadounidenses y británicos que merecen figurar como lo más avanzado del cómic actual y fundamentalmente por sus aportes y capacidad de absorción narrativa. Otro ejemplo, como botón de muestra, lo constituye Arkham Asylum de Grant Morrison y Dave MacKean. Otra historia del señor de la noche, que esta vez mezcla itinerarios lovecraftianos con estudios clínicos de la mente humana. Es un viaje al horror visualizado como relatos paralelos; entre el pasado del constructor del manicomio para criminales de Ciudad Gótica y el presente recorrido de Batman por los corredores del lugar; entre el horror de la pérdida de la familia de Arkham y la tácita agonía por la infancia perdida de Batman. Arkham Asylum es un monumento a la locura a la que conduce la venganza y Batman es la criatura trágica que carga con esa maldición. Arkham es el corazón de Batman. La obra se despliega en una serie de símbolos icónicos y de un laberinto de indicios a nivel narrativo, que no sólo alude a la historia del personaje, sino que cuestiona de alguna manera toda la historia del género.
Portada del Arkham Asylum de Morrison y McKean.
Me sería posible continuar divagando a propósito de las cualidades de esta nueva escuela, pero creo resulta innecesario en este contexto. Trataré ahora de esquematizar las ideas expuestas a modo de rápida recapitulación.
Primer casillero: escritores que han realizado cómics (los han escrito y/o los han dibujado) e historietistas que han escrito (normalmente guionistas o guionistas /dibujantes).
Segundo casillero: adaptaciones de obras literarias a cómics (en este punto me remití a algunos favoritos sin tomar en cuenta, de manera irresponsable, aquellos casos más normales que enuncio en este espacio acotado para dejar mi conciencia tranquila: a) adaptaciones de pulps o literatura de consumo masivo, como Conan, el bárbaro de Robert E. Howard o las novelas de Zane Grey; b) adaptaciones de obras clásicas o de consulta escolar, como La Odisea o El Cid campeador; c) adaptaciones de obras cult que ofrecen interés literario, como Frankenstein o Informe sobre ciegos).
Tercer casillero: cómics que revelan el traspaso de recursos y mundos literarios o que aportan interesantes innovaciones narrativas. A ellos podrían acompañarles todas aquellas obras literarias que, de algún modo, hacen uso de recursos nacidos o fuertemente enraizados en el cómic. Respecto de este último punto me considero lo suficientemente ignorante como para solicitarle al lector especializado que recurra a sus propios conocimientos para ubicar los casos. Aquí van algunos datos de guía respecto de los cómics para que el lector entienda qué es lo que debe buscar: estereotipos de personajes, situaciones límite constantes, uso de onomatopeyas, tendencia al uso de la elipsis, cierta caricaturización típica de algunos cómics de humor satírico, animales antropomórficos, etc. En todo caso, y con cierto cuidado, me atrevería a mencionar las posibles relaciones existentes entre los cómics de Guido Crepax y las novelas de Alain Robbe-Grillet.
Por último, quisiera agregar que palabras como literatura gráfica o historieta o narrativa dibujada, que aluden de alguna manera a las relaciones que el cómic guarda con la literatura, son a veces insuficientes para dar cuenta de las reales posibilidades expresivas del medio. No se trata como algunos piensan erróneamente de colocar imágenes a algunos textos. Creo haber demostrado de alguna manera que un buen cómic lo es en la medida que sus imágenes visuales se combinan y complementan convenientemente con textos escritos para generar otras imágenes mentales. Si un texto resulta tan autosuficiente que las imágenes parecen sobrar, nos encontramos frente a un mal cómic, aunque podamos individualmente rescatar el valor literario de las palabras o el valor plástico de las imágenes. Y viceversa, si los dibujos de un cómic viven independientemente de las palabras de modo que podamos prescindir de ellas sin alterar el sentido de su lectura, nos encontramos también frente a un pésimo cómic.
Por otro lado, resultaría erróneo considerar únicamente la relación entre el cómic y la literatura en función de la presencia de las palabras, ya que un cómic sin éstas no deja de ser narración. Las palabras presentes en el cómic son normalmente los diálogos. Como cualquier cuento o novela, también puede desechar los parlamentos de los personajes o no hacerlos hablar.
En el cómic los dibujos son las palabras que se pueden visualizar.
Nada quisiera más yo en este momento que explayarme sobre las relaciones que el cómic tiene con otros lenguajes, como el cine, el teatro o la música, pero aparte de no ser pertinente requieren de tratamientos particulares. Mi intención no ha sido agotar el tema, en todo caso, sino más bien generar algunos puntos de apoyo sobre los cuales puede iniciarse la reflexión. Quisiera también destacar el hecho que, de entre todas las actividades artísticas en nuestro país, una de las que mayor comprensión e interés ha demostrado por el cómic es la literaria. Por esto creo que este pequeño ensayo contribuirá a estrechar no sólo los lazos ya existentes entre estos artes, sino también entre sus exponentes.