REFLEXIONES
I
Escribir un artículo, un trabajo de investigación, una crítica, son maneras de reflexionar, de opinar sobre algo. Más que una exposición de la “inteligencia”, de la “profundidad” de su autor, los temas de un artículo o de un ensayo son la huella de sus obsesiones. A veces, hay que mirar a contraluz, leer de lo que hay en los bordes, decodificar el espacio en blanco, analizar la tachadura y la corrección, para capturar la esencia de esas preocupaciones. No siempre es posible. El autor se oculta en su texto. El tejido de la escritura es un manto con el que desaparecer, como Harry Potter, a cubierto de los “descifradores”, que se entretienen en los colores y los signos y dejan escapar las esencias. Todo texto es un escudo y una excusa.
Mi excusa, esta vez, es la obra del infatigable, talentoso y comprometido artista español Carlos Giménez. Y asumiré totalmente la noción de excusa (y que Carlos Giménez me perdone) hablando poco de él y mucho de los temas periféricos: la naturaleza del humor, la necesidad de humor político y la importante función social que cumple. Me interesa no sólo porque este artículo se escriba en el marco del 3er Día de la Historieta y porque este festejo tenga el apellido de “Humor Gráfico Político”, me interesa porque nuestra historia, todavía reciente, todavía fresca como la sangre de los muertos sin justicia, que no se seca jamás, la historia de mi generación, debe mucho de su sobrevivencia a una pléyade de artistas, de “bufones del reyno”, como Rufino, Palomo, Hervi, Gus, de la Barra y tantos otros, que pudieron, con su humor, con su irreverencia e irrespetuosidad, alivianarnos la carga de una fingida guerra civil y mostrarnos el camino que nos condujo, para bien o para mal, a recuperar nuestra democracia en las urnas.
Carlos Giménez es también un sobreviviente, en este caso, de una verdadera guerra civil, de una infancia en el pequeño infierno del hospicio de Paracuellos y de una juventud marcada por el franquismo en su Barrio. En definitiva, Giménez es como nosotros, tan parecido a nosotros… pero con talento, un talento que le permite recordar y escarbar en los dolores propios y en los dolores de su tiempo, sin ira, pero con calma, para exorcizar los fantasmas de toda una generación.
II
Por definición, el hombre necesita seguridades, paradigmas coherentes que presenten el mundo ordenado y manejable. La religión, la ciencia y la política no son otra cosa que intentos de entregar al hombre las herramientas necesarias para hacer manejable una realidad esencialmente caótica. Mal que mal, la principal exigencia que se hace a una religión es que “explique el mundo” y determine el lugar del hombre en la creación. Se trata de ordenar la anarquía de las cosas, tal como las principales divinidades han creado el cosmos (orden, en griego) desde el caos primigenio y originario.
A la ciencia, del mismo modo, se le pide establecer “paradigmas”, maquetas autosustentables y coherentes de la realidad, que permitan operar con lo real, de manera más o menos segura y cierta, pues todo modelo paradigmático es totalizador y lo que ocurre en el cerrado círculo del prototipo debe repetirse en los hechos y viceversa. Cuando ello no ocurre, o empieza a no ocurrir en forma sistemática, es hora de cambiar el modelo, que ya no entrega las seguridades esperadas.
¿Y en el caso de la política? Meditemos un poco. El pensamiento griego considera “político” a todo ciudadano, es decir, a aquel que vive en la ciudad (la “polis” griega). La política, mirada desde esta perspectiva, es parte de la vida en comunidad, la que hemos elegido, desde los comienzos de la historia, como forma natural y casi obligada para sobrevivir en medio de una naturaleza hostil. Entonces, somos políticos por el solo hecho de vivir en la ciudad, esa ciudad que es la que nos entrega las seguridades necesarias para vivir, los suministros básicos, el imperio de la ley (o la ley del imperio, según el caso), medios de transporte, etc. Y si no estamos de acuerdo con el funcionamiento de la ciudad ¿elegimos la soledad del eremita? No. Con algo de suerte nos vamos, o nos mandan, a otra ciudad.
De este modo, decir “no me meto en política” es una paradoja, ya que esa es sólo otra manera de emitir un juicio ante las cosas de la urbe. No tener una posición frente a un determinado tema, es una opción política después de todo, una opción del que vive en la ciudad. Somos “Homo politicus” aunque no lo queramos. No podemos evitar ser “políticos”, por más que la política partidista o ciertos modos de ejercer la política nos desagraden o molesten. Por más que hayan intentado convencernos (y hasta, en algunas ocasiones, lo hayan logrado) de que la política es “mala”, “sucia” o “indeseable”, porque aquellos que decían eso también eran “políticos” y estaban ejerciendo una acción política, ofreciendo, en resumidas cuentas, lo que debe ofrecer un político: “seguridades”.
III
Ahora bien, ni la religión ni la ciencia ni la política son paradigmas “compactos”. No entregan UNA visión del mundo, UNA explicación de las cosas, UNA realidad. Dentro de cada uno de estos grandes “discursos”, de por sí heterogéneos entre sí, hay multitud de voces disímiles, diversas ciencias, distintas religiones, diferentes partidos. Toda una larga historia de revoluciones científicas, de reformas y concilios, de irrupciones y desapariciones de tendencias filosóficas, de motines y mítines políticos, de auges y cracks financieros, avalan dicha idea.
Pero cada “modelo”, cada explicación del mundo es excluyente y exclusiva. No admite otra posibilidad más que la que nos entrega. Ella explica. Ella muestra. Es la Verdad y no hay otra. Claro, puedes cambiarte de sistema si lo necesitas, pero dejando atrás el otro.
IV
La estética, por otro lado, propone, mutatis mutandi en las diversas perspectivas de análisis de la obra artística, que ésta tiene una función social primordial: iluminar la realidad desde una perspectiva original. “Pinta tu aldea y serás universal”, sentencia León Tolstoi, señalando, con ello, el camino que debe seguir el artista para que su obra tenga validez. La obra “vale” en cuanto es capaz de servir al lector para entender su entorno, para ordenar una realidad que, de tan extraordinariamente variada, se nos hace amenazante por desconocida.
¿Y cómo lo hace? Proponiendo un mundo acotado, una especie de maqueta de la vida, desde donde somos capaces de proyectar las respuestas de nuestras preguntas básicas, primigenias, originales… pero también las cotidianas y pedestres. La obra de arte es un espejo que nos devuelve el reflejo de lo que somos o de lo que deberíamos ser, un espejo que nos permite vernos como nunca podríamos sin su ayuda: completos, ordenados, orgánicos.
Pero nosotros nos miramos. Es la mirada del autor sobre el mundo, pero es un espejo con el que podemos estar de acuerdo o no. Podemos discutirla y negarla, incluso proponer, pero siempre desde ella, otra mirada, otra perspectiva, otra respuesta.
Lo importante es que la obra de arte nos enfrenta a nuestra realidad y nos hace afrontarla para transformarnos en ciudadanos por derecho propio, porque nos obliga a tener opinión y, recordemos, en cuanto tenemos opinión sobre lo que ocurre en la ciudad, somos lo que debemos ser: ciudadanos.
V
Sí, voy a escribir de Giménez. Al fin voy a escribir de Giménez. No conocer su trabajo es casi imposible. No reconocer las historias de Paracuellos y de Barrio es imperdonable. Estos dos trabajos son profundamente autobiográficos y son, a la vez, una biografía de unos muy complicados años de la historia de España.
Estos retratos implican, en su realización, una toma de posición y de partido. Giménez nos muestra “su” versión de la España franquista de su infancia y adolescencia, una visión que es profundamente antifranquista, pero, valga la cacofonía, profundamente franca.
El autor toca los delicados temas del hambre de su infancia, de los maltratos, los golpes, los castigos, sufridos en el orfanato, la expresión de la represión más bárbara y sórdida del individuo, llevada a cabo contra los más inocentes y los más débiles. Pero cada anécdota, cada historia, es también la expresión, en el microcosmos del orfanato, de la profunda herida abierta en su pueblo, de la dictadura empotrada en el modus vivendi de todo el que detenta la más mínima parcela de poder. Esta característica es lo que hacen su obra universal y humana, porque nos hace interrogarnos sobre el enemigo interno, sobre nuestros demonios, capaces de aparecer apenas le damos el espacio. Nosotros mismos podemos transformarnos, si no nos preocupamos y cuidamos, en los agentes de la represión más sangrienta, en contra de nuestro propio hermano.
Barrio es una obra que explora los años en que el franquismo está en su plenitud y que el personaje empieza a vivir, pobremente, nuevamente con su madre y su hermano. Es una obra todavía más política que la anterior, porque el compromiso político del autor y del guionista con el que trabaja bastante frecuentemente, se hace más explícito y, a ratos, más poético también.
Ningún pueblo con mala memoria puede crecer. “Sólo se aprende, aprende, aprende, de los propios, propios errores”, dice el poeta chileno Gonzalo Rojas. Creo que España no podría comprenderse a sí misma sin asumir su memoria histórica, no podría crecer sin utilizar el espejo de la obra de Giménez para observar su rostro más oscuro, su versión más violenta y más triste.
Esa mirada apasionada de Giménez, esa mirada “desde dentro”, esa expresión de lo vivido, esa franqueza de la que hablábamos más arriba, es la que potencia su trabajo más allá de los límites de su patria y hace que nos podamos sentir reflejados también en el espejo de su obra. Es que Paracuellos, sobre todo, pero también Barrio, son textos que conectan la savia que corre bajo la vena del que ha sufrido con las dictaduras y tiranías que se impusieron, “casualmente”, o quizá habría que decir “causalmente”, más o menos a continuación a ambos lados del Atlántico, como en una macabra carrera de postas.
Sudamérica se ganó las mismas atrocidades sin pasar, siquiera, en la mayoría de los casos, por la débil disculpa de una guerra civil, por más que los esbirros y unos cuantos historiadores serviles intenten convencernos de lo contrario. No importa. A unos y otros los borrará la Historia, dejándolos como anécdotas sin nombre, como sombras borrosas y anónimas. La obra de Giménez, en cambio, será la nueva piedra roseta en que los cronistas deberán confiar para construir la Historia, la verdadera historia, porque es la historia de los individuos.